Aquella mañana hacía calor, cuando nos dispusimos a emprender la marcha hacia la vetusta ciudad. Había sido una urbe adelantada a su tiempo y de la que ahora sólo se conserva sus ruinas, gracias a las cenizas del volcán que un día 24 de Agosto del año 79 d.C. la cubrieron por completo.
Mi ilusión era máxima al poder pasaear por sus calles, aún empedradas con las antiguas y desgastadas piedras, visitar sus termas, sus teatros, sus casas y mercadados y como no, por deambular por el foro, por aquella magnífica plaza en la que en otros tiempos sus habitantes miraban al fondo y veían al Vesubio que se convertiría en el verdugo de aquella pujante sociedad.
Mi ilusión era máxima al poder pasaear por sus calles, aún empedradas con las antiguas y desgastadas piedras, visitar sus termas, sus teatros, sus casas y mercadados y como no, por deambular por el foro, por aquella magnífica plaza en la que en otros tiempos sus habitantes miraban al fondo y veían al Vesubio que se convertiría en el verdugo de aquella pujante sociedad.
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